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martes, noviembre 05, 2013

Emocionante reflexión sobre el otoño y los recuerdos de nuestra niñez

Otoño en el Valle del Jerte
El otoño es una de mis estaciones preferidas. Hay quien se lamenta de su llegada, lo consideran una estación triste, el fin del verano, del buen tiempo, la claudicación irremediable de los días. En literatura, no pocas veces se utiliza el otoño como símbolo de la decrepitud y de la decadencia, de la llegada de la vejez. Ángel González incluso le dedicó un poemario, Otoño (Tusquets). “El otoño se acerca con muy poco ruido:/apagadas cigarras, unos grillos apenas,/defienden el reducto/de un verano obstinado en perpetuarse,/cuya suntuosa cola aún brilla hacia el oeste./Se diría que aquí no pasa nada,/pero un silencio súbito ilumina el prodigio:/ha pasado/ un ángel/que se llamaba luz, o fuego, o vida./Y lo perdimos para siempre.”, escribió en El otoño se acerca, el poema que abre el libro.
Para mí, sin embargo, el otoño es símbolo de vida. La luz declinante y dorada de esta estación nos alerta del paso del tiempo, de que debemos aprovecharlo al máximo. El color matizado de los árboles me recuerda que la vida no es unívoca, que existen muchas perspectivas, y que puede ser bella. Pero para entrar en el otoño hay salir de la ciudad, no en sentido literal, basta con refugiarse en un parque que nos aísle y nos devuelva el paisaje.
Como digo, hay muchos lugares donde disfrutar del otoño, pero uno de los míos, sin duda, es en el Valle del Jerte, en el norte de Cáceres. Rilke nos enseñó que la verdadera patria es la infancia y los paisajes de mi infancia están ligados a los cerezos, castaños y robles que pueblan esta comarca bañada por el río Jerte.
Al Valle, como lo llaman los lugareños, lo visitan en primavera miles de turistas que no quieren perderse el efímero espectáculo del cerezo en flor. “qué larga espera/para caer tan pronto: flor del cerezo”, escribía el poeta japonés Îo Sôgi en este haiku del siglo XV. Durante un par de semanas, las montañas abancaladas se cubren de un blanco algodonoso. Las mismas que ahora, con el otoño, se convierten en un cuadro abigarrado con el ocre de las hojas de robles y castaños, el rojo cárdeno de los cerezos y el verde de los prados. Si la primavera es el momento de la celebración y la euforia, el otoño es el del disfrute sereno, de la reflexión.

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